16 de mayo de 2011


Dunstan volcó el dinero sobre el mostrador.
- Cóbrate lo que valga.
- En este tenderete no aceptamos dinero.
- ¿No? Y entonces, ¿qué aceptáis?
- Podría quedarme el color de tu pelo -dijo ella-, o con todos tus recuerdos antes de los tres años. Podría quedarme con el oído de tu oreja izquierda... no todo, sólo el suficiente como para que no disfrutases de la música, ni de la corriente de un río, ni la del suspiro del viento.
Dunstan sacudió la cabeza.
- O un beso tuyo. Un beso, aquí en mi mejilla.
-¡Eso lo pagaré de buen grado! -dijo Dunstan, que se inclinó sobre el tenderete y depositó un beso casto en su suave mejilla. Entonces pudo oler su aroma, embriagador, mágico; le llenó la cabeza, y el pecho, y la mente.
- Bien, ya está -dijo ella, y le entregó su campanilla blanca-. Y esta noche volveremos a vernos aquí, Dunstan Thorn, cuando la luna se oculte.
Él asintió y se alejó de ella vacilante; no le hacía falta preguntar cómo sabía su apellido, se lo habría arrancado, junto con otras cosas, como por ejemplo su corazón, cuando él la besó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario